Un amigo me comentó hace poco que la muerte de su perro lo
había afectado más que la de su padre, con quien tenía una relación cercana y que
había sucedido algunos años antes. Me lo dijo porque confía en mí y sabe que no
lo juzgaría, y porque sabe que adoro a mis perras y tal vez podría entender
algo que lo tenía desconcertado. ¿Cómo es que la muerte de un ‘animal’ podía
doler tanto como la de su propio padre? Mi amigo no es único ni raro; diversos
estudios hechos en EEUU han comprobado que para muchas personas el dolor que se
siente tras la muerte de una mascota que nos ha acompañado durante varios años
puede ser igual e incluso más fuerte que el causado por la muerte de un
familiar.
Nuestros perros son parte de nuestra vida diaria. Alrededor
de ellos se van creando rituales y cuando nos dejan queda un vacío que no es
fácil de llenar. Llegar a casa cuando ya no están pegados a la puerta o mirando
por una ventana listos para asaltarnos con la dicha que nuestra llegada parece
causarles puede ser muy difícil. ¿Qué hacemos luego de dejar las llaves sobre
la mesa cuando ya no hay esa cabecita esperando ser acariciada? ¿Cómo llenamos
el silencio de sus ladridos felices cuando ven la correa que significa salir a
pasear? ¿Quién responderá a los apodos que inventamos para ellos? Nuestros
perros son nuestros compañeros, nuestros confidentes, a veces el único ser que
nos hace reír, en ocasiones nuestros terapistas.
Lola vivió conmigo casi 3 años y con su papá el resto de su
vida luego de que nos separamos. Cuando jugaba con ella con frecuencia le
cantaba “Mariposa Traicionera” de Maná. No porque lo fuera en sentido alguno,
simplemente me gustaría la canción y a ella parecía gustarle también. Cuando estuvo
enferma en la veterinaria se la canté cada vez que fui a verla y a veces
parecía sacarla del lugar doloroso donde sé que estaba. Aunque sabía que estaba
grave pensé que se curaría y cuando me avisaron por teléfono que acababa de
morir – yo en otro país, a punto de entrar a comer a un restaurante, lo único
que pude hacer fue cantarle bajito para que no se tuviera que ir sola. Lloré
más tarde esa noche, como ahora y como casi cada vez que pienso en ella tres
meses más tarde.
Debemos llorar a nuestros perros. Se lo debemos. ¿Quién más
nos acepta realmente en las buenas y en las malas? Debemos llorarlos si
queremos poder recordarlos con alegría en el futuro y celebrar sus vidas.
Algunos de nosotros optaremos tal vez por una pequeña ceremonia privada o guardaremos
sus cenizas. Tal vez queramos conservar sus juguetes. O sembrar un árbol en su
nombre. No será fácil. Habrá personas que no entenderán nuestra pena, que
pensarán tal vez que estamos siendo ridículos, que exageramos. No importa.
Ellos no están sufriendo la pérdida de un ser importante, nosotros sí.
El papá de Lola anunció su muerte en Facebook y me quedé
admirada de la cantidad de personas que escribieron expresándole su afecto,
dándole el pésame. No todos sus amigos, por supuesto, hubo algunas ausencias
notables; personas que lo estiman pero para quienes Lola era ‘sólo un perro’ y
a un perro no se le debería llorar como a una persona. Habrá personas así
aunque nos duela y no debemos tomarlo personalmente. Dejémoslas con su rollo y
busquemos a quienes sí entienden; no nos quedemos solos. Es importante que
podamos expresar lo que sentimos sin sentirnos culpables por sentirlo. No
minimicemos lo que significó nuestro perro.
Y seamos amables con nosotros mismos. Seamos pacientes y
comprensivos. El dolor no pasa pronto. Al principio será más difícil pero
llegará el día en que los recuerdos nos harán sonreír aunque la pena no se vaya
nunca del todo. Una nueva mascota podrá llenar ciertos vacíos pero nunca
remplazará a la que ya no está. Yo tengo tres en casa, cada una especial a su
manera, pero ninguna es Lola, mi mariposa traicionera que jamás me traicionó.
Mi mariposa bailarina con su soga de colores. ¿Dónde estás Lolita? ¿Dónde te
has escondido?
anaenlima@gmail.com
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